Langkawi me recibió con un escenario de película de miedo. Una intensa tormenta, truenos, relámpagos, absoluta oscuridad y la sensación de estar dentro de un horno. Me hubiera gustado viajar durante el día, para ver todo bien al llegar, pero la pasta manda y cogí el billete más barato (menos de 40€), que aterrizó en isla a las 19,15h, justo cuando anochecía. Eso sí, durante el vuelo pude disfrutar de unas vistas espectaculares.

 

La isla es pequeña, puedes recorrerla en un par de horas (en coche), está situada al norte del país, a tiro de piedra de Tailandia. El aeropuerto está muy cerca de la guesthouse donde me esperaba mi próxima habitación. Traté de darle cuerda al taxista para que me contara cositas, pero no se prestó mucho al juego. A los 15 minutos ya estaba en Zackry’s guest house, el lugar que había elegido tras leer el libro de Pablo Olóndriz, ‘Cómo vivir bien con 300 euros al mes’. Él había pasado unos meses en este hostal y lo recomendaba por su buen precio y su buen ambiente.

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Tras recorrer una pequeña carretera que bordea la costa sur de la isla, plagada de restaurantes, minimercados, puestos de comida ambulantes y aceras que aparecen y desaparecen, giramos en un camino de tierra para llegar al hostal. Varias casetas muy sencillas y colores alegres, de sólo una planta, a ambos lados del camino de entrada. Y en el centro, al final, la recepción (una mesita de apenas un metro de largo) y la sala común. Avi, la encargada, me recibe con una amplia sonrisa y me enseña las instalaciones ’Nuestro horario es de 9 a 9, luego puedes entrar y salir con esta tarjeta – por favor, no la pierdas’. Well, nunca perdería nada a propósito. ‘Esta es la sala común, aquí tienes té, café y agua gratis, así ahorras. En esta máquina hay algunas cosas para desayunar (pequeñas cajas de cereales y galletas), para comer (pasta, básicamente) y beber (ojo, latas de cervezas a 20 céntimos. Yei)’. La sala común es amplia, con varias mesas, un par de sillones, tele y una estantería grande llena de libros, dos guitarras y varios juegos de mesa. ‘Esta puerta es la de la cocina, se cierra de 11 de la noche a 9 de la mañana y puedes almacenar lo que quieras en el frigo, excepto alcohol y lo que pone en esta lista’ (tengo pendiente subir foto de la lista).

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Salimos por el camino central, a un lado hay una pequeña piscina y un par de hamacas; al otro, un cobertizo con varias motos, bicis y un sinfín de herramientas. Tomamos uno de los pequeños caminos entre las casas ‘Aquí está tu habitación. Por favor, quítate los zapatos para entrar en esta zona’. La única habitación que tienen disponible es una doble, con dos camas separadas y baño propio. Y aire acondicionado, que aquí es un must. El estado es más que mejorable, pero realmente no necesito nada más. El baño es amplio y no tiene ducha separada. Una alcachofa en la pared y listo, y si al ducharte riegas todo lo demás, da igual, que aquí se seca en un titá. ‘Esto es todo, si necesitas cualquier cosa, estoy en recepción hasta las 9 ¡Descansa!’.

¿Descansar? Qué dices, voy a utilizar las fuerzas que me quedan para conectarme un ratito a Internet e investigar los alrededores. Ya ha parado el diluvio, así que voy a la sala común, me pillo una Tiger por 2 ringits y me conecto. No duro mucho, ya que realmente estoy hambrienta. Pregunto a Avi por alguna recomendación para comer y me trae cartas de los restaurantes colindantes ‘Puedes elegir lo que quieras y te lo traigo en un ratito, por si te apetece cenar aquí’. Se lo agradezco, pero me apetece moverme. Así que me voy al chino, que está a 4 minutos. Dumplings y pollo al limón por favor. El sitio está vacío, sólo están los dueños en una mesa en la otra punta del amplio salón (carpa, más bien). Ceno tranquilamente mientras leo un par de periódicos en el móvil y vuelta al hostal. Estoy cansada. Peli y a la cama.

A la mañana siguiente madrugo y, cámara al cuello, salgo del hostal en dirección al pueblo para hacerme con algo de ropa más adecuada para este invernadero. Antes, me paso por un par de lugares fichados en Airbnbn, candidatos a ser mi próximo lugar de residencia. Me gustaría quedarme más en Zackrys, pero sólo tengo mi habitación por dos noches más, luego está ocupada. Casi una hora de paseo para desechar, prácticamente sólo con ver los edificios, los sitios que había encontrado. Habitaciones enanas, sin sala común, anfitriones que no hablan inglés, cero ambiente. Puf. Ya tengo deberes para esta tarde. Así que me dirijo al pueblo: una carretera con casas de no más de dos alturas, a excepción de algunos hoteles y edificios de apartamentos; miles de puestos con ropa, gafas, falsificaciones, cacharros para la playa y bisutería. Pequeñas tiendas de comida y todo tipo de “todo a 20 duros”. Me compro un par de camisetas de tirantes por 3 euros y un pantalón ancho de tela finísima por 7, y elijo un lugar para comer. Una vez más, el camarero no puede ser más simpático. Qué gusto de país.

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Durante el resto de la tarde, me instalo en una de las mesas de madera de la sala común de Zackry`s, una de las dos que tiene enchufes al lado. En la otra hay un hombre de unos 60 años, pelo largo, gafas, delgadísimo y con una pinta de “estoy de vuelta de todo” de órdago con su portátil y un café. Sonrío, le saludo, me devuelve el saludo. Me instalo y me zambullo en Internet. Alrededor de las 7, comienzan a llegar otros huéspedes. Algunas parejas y varios grupos animados van ocupando las mesas. Tres armarios con toda la pinta de europeos del norte se instalan en el otro extremo de donde estoy y empiezan a jugar al ajedrez. Miro a todos con curiosidad, pero sigo a lo mío. Venga, Ali, que tienes que hacer colegas, la primera interacción es la más difícil pero hay que tener iniciativa. No guts, no glory. Así que cuando los chicos de al lado terminan la partida, les dirijo un ’So, who did win?’ Tan fácil como eso, luego siguen los clásicos de dónde eres, a qué te dedicas, cómo has acabado en Langkawi, etc. Es curioso cómo en estas situaciones (al menos las que he vivido yo), los nombres se dejan para el final, incluso para el día siguiente.

Al rato vienen tres chicas alemanas, tan divertidas como interesantes. Los maromos, que resultan ser finlandeses, proponen jugar al póker. Dios mío, hace unos dos años que no juego al póker y, cuando lo hago, necesito una chuleta porque soy incapaz de retener las combinaciones de cartas. Me obligo a unirme al plan a pesar de mis carencias. Busco las normas en internet y me pongo el ordenador bien cerquita. Un chico con larga barba que había estado a su rollo con su ordenador, se acerca al oír “póker”. Se llama Álex y es ruso, y nos da una paliza a todos.

Después fuimos a cenar al indio de al lado. Aquí foto de grupo de los nuevos colegas y, más abajo, la playa que tenemos en frente de la guest house. Durísimo todo 🙂

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