Soñar que no me voy de Langkawi, que me he equivocado y el vuelo es un día más tarde. Soñar que Amy lleva también un bar, además del hostal, que me escapo antes de coger el avión a hacer fotos y le pido que me prepare el desayuno. Pero no, es el mi último día en esta isla y el primer impulso que tengo es seguir durmiendo a ver si pierdo el vuelo y así tengo excusa para quedarme.

Voy a desayunar a la sala común, están Ned, Sarah y Joe, los ingleses que conocí hace un par de días. ‘Me da mucha pena irme, estoy triste por dejar Langkawi y Zackry’s’. Me responden ‘Well, te vas de aquí para ir a Bali, no tienes motivos para estar triste!’ That is true.

A las dos de la tarde cojo mi vuelo hacia Bali, con escala de unas cuantas horas en Kuala Lumpur. Las vistas desde la ventana vuelven a ser espectaculares, me arrepiento de no haber grabado el despegue desde Langkawi. Esta necesidad de dejar documentación gráfica de todo, qué estrés.

A las 8 y algo aterrizo en Bali. Tras rellenar el típico formulario de ‘no, no traigo drogas ni armas; no, no traigo bienes materiales que se van a quedar en el país; etc.’ llega el momento de la visa. Ya lo había investigado online: la visa gratuita es de 30 días, si quieres quedarte más, tienes que pagar. No había decidido nada en su momento, así que hago lo que me sale del alma en ese momento: ‘Yes, i will stay here exactly 30 days’. Tras varias preguntas del policía de turno, por fin puedo ir a recoger mi maleta. Ya son las nueve y pico, y el dueño del hostal me lleva esperando en el aeropuerto desde las 8, ouch.

Al salir a la sala de llegada de la terminal me recibe la típica estampa de docenas de personas con cartelitos de nombres o empresas. La diferencia es que esta vez tengo que fijarme, me falta práctica, la última vez fue cuando tenía 15 años y fui de campamento de verano a Estados Unidos. Milagrosamente localizo un folio con ‘Alicia – Spain – Tutde´s homestay’. Oh yeah, that’s me. Despliego la mejor de mis sonrisas al adolescente que sujeta el cartel, que me responde con el mismo gesto. Antes de encontrarme con él, paso por el cambio de moneda para cambiar los pocos ringgits que me sobran de Malasia.

Tras la gestión (y unas cuantas monedas que no he podido cambiar) me recibe el chico con su tío, el dueño del hostal. Saludos, nombres, qué tal el viaje. Me cuesta entender su acento y compruebo que ellos tampoco me entienden bien a mi. Estupendo. Rumbo al garaje para coger su coche e ir a Ubud, a una hora distancia del aeropuerto Denpasar. Cientos de turistas agolpándose en la entrada del garaje, docenas de coches pitando, calor, humedad, agobio. Me quedo con el chico esperando a que nos recoja con el coche, más de media hora.

Una hora y algo más tarde, después de recorrer una escasa carretera infestada de coches y motos, llegamos a Ubud. Ya son cerca de las 11 de la noche, pero hay movimiento en el centro. Paramos en un cajero para poder pagar la carrera y llegamos al hostal, que sin duda tienes que saber dónde está porque la entrada no se adivina desde la calle. Una entrada lo suficientemente amplia como para aparcar ahí el coche y un camino que recorro confiando ciegamente en los seguros pasos del adolescente, ya que no veo absolutamente nada. Tras un par de giros llegamos al patio central de la casa Tutde’s. Una imagen vale más que mil palabras, así que aquí dejo el vídeo -a plena luz del día- de la entrada al lugar:

El patio central sin duda es precioso, así como la arquitectura de las habitaciones. Aireo la maleta, me pongo el pijama y voy al baño, qué ganas de pillar la cama. Una vez acostada, la nariz congestionada del vuelo empieza a darme verdaderos problemas. No me quedan pañuelos, así que me levanto y voy al baño a coger papel higiénico. De pie desde la puerta tiro enérgicamente del rollo para coger un buen trozo para la noche. Algo oscuro salta a la vez que sale el papel y al chocar contra el suelo hace un ruido seco y ligero. Y se empieza a mover. Hola, cucaracha del tamaño de mi dedo meñique (y tengo manos grandes). Pego un salto hacia dentro de la habitación. La cucaracha corre a refugiarse en una esquina. Cierro la puerta. Me siento en la cama ¿Qué hago? Estoy descalza, no se pueden usar zapatos dentro de las habitaciones en este continente, es decir, no me la puedo cargar de un pisotón. Valoro la opción de cogerla con el papel higiénico y tirarla por la ventana. Argh.

Me paro a pensar: si voy a iniciar una batalla de vida o muerte con cada insecto que vea en este viaje, tengo todas las de perder. Probablemente ella estará igual o más de asustada que yo, encima le he jodido la siesta. Buscará el rincón más oscuro o alguna grieta para desaparecer. Un pensamiento, insólito probablemente para muchos, me cruza la mente ‘Gracias por dejarme estar en tu isla. Perdona que te haya fastidiado la siesta. Buenas noches’. Me meto en la cama y me concentro en dormirme.