En uno de los folletos turísticos sobre Bali descubro un reportaje sobre un refugio de gatos cerca de Ubud. No está demasiado lejos, una hora andando, así que a las 10 de la mañana pongo rumbo hacia Villa Kitty, a una hora aproximada andando desde mi localización. Salgo de Ubud por el sur, territorio desconocido por el momento, y en el camino descubro felizmente un Cat Cafe. Genial, segundo desayuno y motivación para el resto del camino.

Cat Café de Ubud

El garito está en el segundo piso de un edificio sencillo. Fuera zapatillas, me lavo las manos y adentro. El espacio es amplio, decorado con gusto, con fotos y textos sobre el mundo gatuno y varias mesas para elegir. Me siento en una esquina desde la que se ve toda la habitación. El camarero, educadísimo, me trae la carta: un álbum hecho a mano con fotos de gatos, purpurina, estrellitas y demás gaitas de decoración mezcladas con las fotos de los 6 gatos que habitan el lugar. Entrañable. Pido un cruasán rellleno de jamón y queso y un matchapuccino: té verde con leche y chocolate. Ultrayammy.

Más clientes van llenando el lugar y una pareja que parecen ser locales se sientan junto a mi. Tienen pinta de simpáticos. Así que cuando la chica vuelve de pedir en la barra y veo que la siguen cuatro de los gatos, exclamo ‘They love you!’. En ese momento veo que tiene una golosina para gatos en la mano. ‘Of course, i just bought them some candy!’ Nos reímos. Los cómo te llamas, de dónde eres, tienes Facebook o instagram no tardan en llegar. Resulta que son hermanos, de Bali, y la chica se ofrece muy amablemente a enseñarme la isla en su coche, ya que estoy viajando sola. Se lo agradezco muchísimo, seguro que lo haré. Le cuento que estoy en un hostal del centro que está bastante bien, pero que la falta de agua caliente y el gallo que me despierta de madrugada son demasiado. Me recomienda echar un ojo a The Onion Collective. Ahora mismo no lo sé, pero una semana más adelante voy a estar alojada ahí siendo la mujer más feliz del país 🙂

Rumbo a Villa Kitty

Llevo casi una hora en el cat café y empiezan a acercase las horas de más calor, así que me despido, resisto el impulso de comprarme las gaitas de gatitos que venden en el café y pongo rumbo al refugio de gatos, a unos 40 minutos andando de ahí.

Sigo el camino que me marca google maps, que no es más que la carretera que une ambas localidades. Carretera tal cual, sin lugar para peatones, a pesar de que somos unos cuantos los que la seguimos. Cuando empieza a haber varias curvas cerradas, empiezo a asustarme un poco. Despacito y buena letra, como me diría mi santo padre.

Una hora más tarde ya estoy en la calle del refugio. Un cartel y un par de elefantes adornando a los lados de la entrada anuncian el lugar. Doy gracias por que esté bien señalizado. Sigo el camino de tierra y los carteles que indican la entrada, pero la puerta está cerrada. Grito ‘Hello there!’ No hay respuesta. Vuelvo sobre mis pasos para rodear el edificio y comprobar que no, no parece haber otra entrada. Vuelvo a la misma puerta, sigue cerrada. Pero al fijarme en la cerradura compruebo que la puedo abrir sin problemas desde fuera. Así que lo hago, anunciando todo lo alto que puedo mi presencia para que evitar malos entendidos.

Un perro entusiasmado sale a recibirme. Sigo gritando ‘Hello there, I am walking in, just want to see the place!’ Recorro un camino estrecho y al girar hacia la entrada del edificio, veo asomar la cabeza de una mujer de unos 40 y pico años. Es australiana y lleva más de la mitad de su vida fuera de su país. Adora Bali. Ha estudiado todo lo relacionado con la cultura de Indonesia, habla varios idiomas. Me explica que se hablan más de 200 dialectos en las más de 17.000 islas que conforman Indonesia. La adoro enseguida, comienza a guiarme por todo el complejo, habla mucho y bastante rápido. Hay veces que le pido que me repita lo que dice. Se ríe y lo hace encantada, me pide disculpas porque ella está hablando su propio idioma y yo estoy haciendo el esfuerzo de entenderla.

Recorremos las distintas estancias, todas perfectamente preparadas para los felinos. Estanterías colocadas por la pared para que puedan trepar, cojines, mantas, cestas, rascadores… Todas las estancias divididas con rejilla y con puertas que debo cerrar al pasar, ya que los gatos están agrupados según su estado de salud o personalidad. Comenzamos el laberíntico recorrido por las habitaciones de los sanos. Salimos a un patio, cinco perros ultraexcitados vienen a saludarme.

Pasamos al patio de los gatos, con un área de juegos diseñada para ellos. A un lado está el hospital: un pasillo largo y estrecho con varias estancias. ‘Este tiene VIH, este nosequé enfermedad de la piel, estos tienen cáncer, a este le tuvimos que quitar los dos ojos’. Se me encoge el estómago.

En todas las puertas hay pizarras con los nombres de los gatos, su estado y seguimiento de los cambios de agua, comida, etc. Hay varios carteles recordando la importancia de conocer cada uno de los nombres. ‘En Bali hay muchísimos gatitos abandonados. Recibimos a gente todos los días que traen recién nacidos que han encontrado por la calle o en la basura. Hay muchísimo trabajo por hacer’.

Volvemos al área central, comienzo a despedirme, me lavo las manos, relleno mi botella de agua. ‘Has venido desde Ubud por la carretera, ¿verdad? ¿Sabes que puedes volver atravesando los campos de arroz?’ Oh, no, no lo sabía. ‘Mira, te voy a dibujar un mapa, parece difícil pero es sencillo, recuerda todo lo que te voy a decir’. Va foto del «mapa». ‘Sal por la izquierda y cuando veas que el camino se divide, gira de nuevo a la izquierda. Pasarás dos tempos y una Ganesha de muchos colores, entonces sigue el camino de arena blanca y ya estarás en los campos de arroz’. Y ya no recuerdo las explicaciones para atravesar el campo de arroz, y efectivamente más adelante me perderé.

De vuelta a Ubud atravesando campos de arroz

Me pongo en marcha. No tengo problema en seguir las primera parte del recorrido. Estoy 100% en territorio rural, rodeada de críos que juegan con palos, de gallinas sueltas, de templos.

Al rato localizo el camino de arena blanca. Lo sigo y ya estoy en los campos de arroz. Qué quietud, qué paz. De la misma manera que cuando vivía en Madrid, el estrés y la ansiedad que inundan la ciudad me atravesaban la piel y crecían en mí, ahora sólo tengo silencio y una extraña quietud feliz en mis entrañas.

A mi izquierda, agricultores trabajando la tierra; a mi derecha, casas de lujo para turistas.

En la imagen de arriba se ve el camino de piedra que estoy recorriendo. Descubro que un perro me está siguiendo. Menea la cola, salta alrededor de mí, corre desapareciendo entre la maleza para volver al rato a saludarme.

El asunto empieza a complicarse. El camino de piedra a veces desaparece entre la maleza y tengo que ir con muchísimo cuidado para no dar un paso en falso. Llevo todos mis tesoros tecnológicos conmigo (portátil, cámara y objetivos, tablet). Ya llevo un buen rato andando y no tengo ni idea del próximo paso a dar según las instrucciones de Elisabeth, la australiana del refugio de gatos.

Los caminos comienzan a dividirse, algunos parecen dar la vuelta. Espero a ver qué hace el perro. Parece que me indica por dónde ir. Me siento como la protagonista de la película ‘El castillo ambulante‘, cuando tiene que ir al palacio de la bruja y un perro comienza a acompañarla, ella piensa que es su amigo el mago que ha adoptado esa forma para guiarla y protegerla.

Echo un ojo a todos los mapas que tengo, consulto a google pero según él estoy en el medio de la nada. Ok, aventura total. Yei.

Ubud debería estar frente a mí, pero sólo se ven campos de arroz. Creo que va siendo hora de girar a la izquierda y encontrar la carretera de la que me habló Elisabeth, que conduce al Bosque de los Monos, al sur de Ubud. Así que allá voy. Y el recorrido empieza a complicarse verdaderamente.

Hay un momento que tengo que atravesar un desnivel con un pequeño río, ya que la ruta que sigo parece subir hacia las plantaciones. No puedo saltar con los 7 kilos que llevo a la espalda. Así que con todo el cuidado que puedo y rezando a todas las divinidades que conozco, lanzo la mochila al otro lado. Salto. Milagrosamente aterrizo bien, no me caigo al agua, no me hago daño. De esto no hay fotos porque, como comprenderéis, en lo último que estoy pensando es en hacer fotitos.

Ahora me rodea sólo jungla. Sigo hacia adelante. Empiezo a valorar dar media vuelta, me preocupa que me pase algo y que absolutamente nadie sepa dónde estoy. Mientras mi mente está recreando los peores escenarios posibles, oigo tráfico. ‘Gracias a Dios, oh sí, menos mal, todo va a salir bien’. Acelero el paso dirigiéndome hacia el ruido y al poco veo, en un camino estrecho, una moto y a una pareja que tiene toda la pinta de estar en el lugar menos transitado para intimar. Lo siento chicos, os voy a cortar el rollo. Me acerco, completamente sudada, con arañazos en las piernas y brazos y una enorme sonrisa por ver a seres humanos ‘Hello there, sorry, how can I get to Ubud?’ Me indican la dirección con la mano, me miran de arriba abajo y se ríen. Well, me alegro de patrocinaros unas risas, bye bye.

Sigo andando pero veo que el perro no me sigue. Le llamo, me mira, gira la cabeza y se da la vuelta, corriendo y saltando deshaciendo el camino que acabamos de hacer. Lo veo perderse entre la maleza. Adiós, amigo, muchas gracias por tu compañía. Ya somos íntimos, he estado todo el rato hablando con él 🙂

Misión conseguida: vuelvo sana y salva a Ubud

Por fin llego a una calle transitada, me paro en la primera tienda que veo a por un chute de cocacola, algo de chocolate y una botella de agua. Me siento en medio de la calle a recuperar el aliento. Uf, ha sido intenso. Sonrío, qué divertido. Cuando he cogido suficientes fuerzas, reanudo el camino. No estoy donde debería estar según Elisabeth, pero reconozco la calle por la que he empezado a caminar esta mañana. Así que al poco tiempo ya estoy en el hostal. Ducha y a trabajar, que ya he tenido bastante aventura por hoy.